marzo 21, 2020

Crónica 1

serie crónica

 

 -CRÓNICA 1-

Este artículo forma parte de una sección temporal en el menú de la página de malabarista.

 ......

¿De quién es el hueso?

Hay que aprender a ver las señales.

 

Era una típica mañana de sábado, el pan salía del horno listo para ser coronado con su generosa capa de aguacate y un toque de salsa morita; pensé en agregar más nueces a mi fruta, además de hacerme una leche dorada caliente porque algo sentía que tenía que desintoxicar ese día, no me sentía al cien.

 

Él llevaba despierto desde las 5:30 am. Sé que cuando tiene muchos pendientes se le va el sueño y a veces, entre el amanecer escucho el tic tic del teclado de la laptop. Nunca me despierta, sólo a veces, cuando siente que emito mi primer sonido y dice casi cantando:

 

–¡Buenos días!, son 8:15 am.

 

Ya está aburrido.

 

 

Primer señal

 

Sentados a la mesa, de pronto, discutimos necios por una tontería, yo muerdo enojada mi pan con aguacate, pienso que me pasé de cúrcuma en la leche dorada -ya fría- porque cada quién soltó su lista al estilo estira y afloja.

 

Como siempre, nos arreglamos tan sólo dos minutos después. Nos reconocimos, nos abrazamos y emprendimos nuestros planes del sábado, tendríamos amigos y una tarde de asado.

 

Mientras yo revisaba detalles de la compra para el menú, mi esposo se preparaba para salir a andar en moto, tiene una de esas que son de clase Enduro, son motos pesadas y potentes, exigen mucha fuerza pero te dan a cambio la recompensa. Para él siempre ha sido el paseo, el campo y llegar a lugares que como él dice:

 

–Se escucha el silencio.

 

Recuerdo que lo que yo tuve que aprender a escuchar, fue la diferencia del motor cuatro tiempos y dos tiempos, además de la forma del escape, el sonido y el torque. Todo eso, más el naranja brillante de la moto, han de pesar más de cien kilos, y no sé, es mi imaginación, pero esas pesadas botas que usa con cuatro cierres de seguridad parecen que van a una expedición lunar.

 

No entiendo como puede caminar sobre la tierra.

 

Lo vi sacando el traje, el casco, la pechera plástica, el par de rodilleras y coderas, la faja y el soporta cuello; los googles estaban rotos y le dije: –Ya tíralos, compra otros, él me dijo que lo haría pronto. –La verdad no los uso tanto, me contestó. Me gusta ver y sentir el aire en la cara.

 

–¿Has visto las lycras que uso debajo del pantalón?, me preguntó. No las encuentro. Yo sabía que a veces el clóset se traga las cosas de una forma sospechosa, así que grité: –¡Ya voy!, yo te ayudo a buscarlas.

  

Dejé el certamen de belleza que les estaba aplicando a los platos para los invitados y me fui al clóset.

 

  

Segunda señal:

  

Empecé a buscar entre capa y capa de ropa doblada la lycra de algodón que protege la piel de la dura tela de su traje pantalón y justo cuando la encontré, de pronto, escucho que algo cruje de la pared y en menos de un segundo siento como si hubiera temblado; me cae la moldura superior del clóset golpeándome en un costado de la cabeza, alcancé a meter los brazos por el puro básico instinto de protección y la desvié hacia una lámpara que calló rompiéndose con casi todo el foco llenando de terror el cuarto.

 

Grité: –“Ay, ay”

Todo pasó muy rápido.

 

Él llegó corriendo asustado para revisarme a detalle. No me pasó nada, sólo un par de raspones en los brazos y un ligero golpe arriba de la oreja derecha.

 

Empieza a recoger el pedazo del aglomerado y me dice:

–No quiero que te pase nada, hay clavos. Era lo que nos faltaba para ya cambiarlo, en cualquier momento iba a pasar.

 

Yo dije: –Sí. Era ya una señal.

 

 

Breves minutos después escuché un pequeño golpe.

 

  

Tercera señal

  

Voy a la otra habitación para asomarme - todavía me dolía un poco la cabeza - y le dije: –¿Qué te pasa?, –¡No es posible!, me contestó:

–Se acaba de romper el cierre de mi pantalón. Me explicó que al ponérselos tan rápido medio se fue de lado y estos cierres son muy difíciles de reparar.

 

Son pantalones especiales, casi como estuvieran hechos para los cuatro tiempos del motor, de costuras resistentes, fuertes y muchos gráficos con partes de tela y partes de plástico. Siempre me ha parecido chistoso ponerse tanto diseño en un traje, salir impecable y regresar hecho un desastre.

 

Con todo lo que te pones encima, no se ve nada, –le dije.

 

 

En camino a terminar las compras para el asado, algo sentía raro. Estaba cansada, pensaba en si me serviría de algo la leche dorada y en la larga fila que había pasado parada por la pandemia apocalíptica en el súper un día antes, pensaba en cómo después del paro de mujeres, las mismas activaron la economía del país tan sólo un par de días después; con amplios cargamentos de papel de baño, cloro, atún, agua y jabón, más frijol y arroz multiplicado por tres.

 

Tomé el teléfono para consultar una receta que quería preparar y vi tres llamadas perdidas… era él.

 

Le regreso la llamada y lo primero que dije fue: –¿Estás bien?

Nunca lo saludo así, pero algo sentí.

 

Él me dijo: –Sí, bueno, no. Me caí.

 

... 

 

Fue una hazaña bajarlo del cerro.

 

Él no sabe si fue la curva, la zanja o la piedra; al sentir que venía la caída él se preparaba para zafarse y aventar la moto -cómo me ha explicado que otras veces lo hace- baja firme una pierna para liberarse pero la moto se quedó con la otra, para jalarla con la fuerza de sus cuatro tiempos; no lo dejó ir, le enredó la dura bota para poder mandarle toda la energía del impacto a la otra, para girarlo y romperlo por dentro. Segundos después los dos se deslizan por la tierra.

 

Me contó que tirado en el piso y al ver que no podía ponerse en pie, se puso en calma a analizar la situación y pensó:

 

–Ok, algo me rompí. ¿Cómo le hago para salir de aquí? siento pedazos sueltos adentro de la pierna.

 

Por suerte no andaba solo. Un buen amigo estaba con él, y hace más de treinta años los papás de ambos salían juntos en moto también.

Pareciera que esos extraños códigos del tiempo trascienden junto con los recuerdos también.

 

Una cuatrimoto iba pasando en ese momento con alguien que buscaba su cartera, decía que la perdió un día antes paseando en caballo. Se detuvo a brindar ayuda y como pudieron, lo subieron en la reja de atrás. –Qué suerte, pensó. 

Mientras tanto, el amigo que iba con él logró organizar el rescate junto con su hermano para traerlo de regreso a la casa.

 

–Nunca hay que andar solo, siempre me lo ha dicho.

  

Empaqué tarjetas, identificaciones y ropa; -dos días después recordé que olvidé la gorra que me pidió-

Parte de la fiesta se quedó en la mesa y yo en la banqueta, quería que llegara ya. De pronto pensé que sólo éramos los dos y ya sólo así va a ser.

 

Fue una hazaña quitarle la complicada bota, siempre las he odiado en silencio… son pesadas, toscas y nunca sé dónde guardarlas. En cada jalón le movía los huesos fragmentados. Su amigo me ayudó y le decía: –-¿Listo?, una, dos, tres.

 

Yo quería meter tijeras al blanco y diseñado pantalón, pero él me dijo:

–¡No!, espérate. 

Hizo un esfuerzo grande, de esos que siempre hace, no importa en qué, lo hace porque está acostumbrado, parece que su alto umbral del dolor le vino como regalo.

Y de pronto, así de un tirón salió. Le puse un short como pude y sólo lo quería abrazar.

  

En el camino hacia el hospital le vi el dolor subir y él vió mi temor. –Tranquila, no pasa nada. Nomás aguas con los topes –me dijo.

 

La primera muestra de sangre salió volando con la probeta escapándose del guante azul del enfermero; como si no se quisiera dejar atrapar. Estaba viva, rebotó en el buró, frenó en el cajón y terminó en el blanco zapato del tomador de muestras. No pude evitar recordar que una noche antes habíamos visto la vieja película de 1995 llamada “Epidemia”.

 

En urgencias estaba Don Francisco, lo separaba una cortina que aunque lo ocultaba se escuchaba la verdad. Nació en 1930, ya tiene casi 90, está acompañado por hijos que escuchan atentos las sugerencias médicas.

Sus rostros están cansados.

 

–¿Qué pasará con nosotros después?, sólo somos él y yo. Pensé.

 

 

El bache no está cubierto

 

 

Es mi tercera vez de pasajera en una ambulancia, la primera vez fue con mi padre y ahora con él, es la segunda vez.

 

Eramos cuatro. Dos paramédicos y un aprendiz que en su playera roja nos lo hacía saber. Me sentaron en una esquina, justo en la cabecera donde podía verle la cara al revés y agarrarlo por los hombros en las curvas. Pero donde nadie pudo agarrarse fue al cruzar el tremendo abultamiento de bache al cruzar la avenida, nos metió tremendo brinco donde la pierna se elevó para caer como latigazo y los huesos seguro le bailaron al revés.

 

La ambulancia se orilló y escuché: –Perdón, "así estaba la calle".

 

Sacaron otros cinturones extra y le amarraron las piernas.

 

–Los seguros no cubren baches, le dije sonriendo nerviosa mientras le abrazaba la cabeza viendo cómo le regresaba el color a la cara.

 

 

¿De quién es el hueso?

 

 

Le metieron medio cuerpo a un túnel aplastándole la pierna para que contara la magnitud del suceso, él contaba un minuto, dos, veinte y en cada uno pensaba algo diferente. Yo esperaba detrás de la puerta que decía: “Peligro, campo magnético alto”.

 

Horas después se reveló todo, parecía un universo de pedazos fragmentados con un hoyo negro donde un hueso liberó toda la presión acumulada partiendo al centro la tibia como un frágil mazapán. Polvo.

 

Ahora sí te diste en la madre –le dije.

 

“La madre” así leía hace poco la expresión que le damos los mexicanos más allá de una santa veneración. Una madriza, es de a mucho, una madrecita, de a poco. No importa cuánto, el hecho tronó, lo golpeó.

 

Nos explican que necesita un injerto. Hay que rellenar primero el hoyo y para eso se usa uno de cadáver.

 

–¿De quién es el hueso? pregunté.

 –Son donadores anónimos, me explican.

–Nunca conocemos su identidad, sólo llegan, vemos la viabilidad y se toma lo necesario. –Su cuerpo deberá absorberlo, hacerlo suyo.

 

Mientras tanto no puedo evitar pensar de quién será ese hueso congelado y qué historia tuvo. –¿Será un aventurero, artista, idealista o un contador?, ¿Era feliz?, ¿Uno sabe dónde va a terminar?.

 

Tres horas de cirugía, una placa, tornillos y algunos clavos después regresa aquí mientras escribo.

–Estoy bien, tranquila.

Me repite a cada rato.

 

Ahora, tiene que juntar sus pedazos y pegarse otra vez. Llenar las grietas por donde se liberó la energía del impacto, sustituir los espacios vacíos para reconstruir su estabilidad, absorber el desconocido hueso y crear uno nuevo y fuerte otra vez.

  

Regreso a casa por un momento, la abandonada taza de leche dorada es una nata. Por fin me baño bien y poniéndome shampoo localizo el dolor de la madera que me calló encima; duele, pienso en las señales, el hueso y veo que todo puede repararse siempre otra vez.